¡Ay, cuánto me quiero!



Autor: Mauricio Paredes. Ilustradora: Romina Carvajal
Editorial: Alfaguara Infantil. Edad: 6 años (dicen ellos…)

Este maravilloso libro llegó a mis manos porque uno de mis estudiantes de 10 años me lo prestó, a él se lo habían regalado. Siempre está esa necesidad de compartir lo que nos gusta, lo que nos intriga, de compartir simplemente. Este estudiante quería ver qué opinaba del libro, aunque ya él lo había leído no sabía muy bien qué pensar, no sabía muy bien si le había gustado o no. Como dice una querida amiga, especialista en estos temas, el efecto del libro en él fue residual, después de la lectura le fue encontrando sentido y necesitaba a alguien para discutir sobre ello.

Tomo el libro y leo: Mauricio Paredes. Escritor Chileno. No lo conocía. ¡Ay, cuánto me quiero! La ilustración de la portada me muestra a un niño en primer plano con un trofeo grande montado en un árbol y una niña escondida detrás de él en el suelo. ¿Tendrá algo que ver con la historia? Abro el libro.

Desde las primeras páginas una sonrisa se comenzaba a dibujar en mi rostro, sonrisa que se transformó luego en carcajada por la desfachatez de este encantador personaje. Toda la historia está narrada desde la primera persona del singular y no creo que exista para él una palabra tan hermosa como este pronombre: ¡YO! Bueno, estoy siendo muy injusta, sí existen otras palabras que le gusten, algunas como Mi o Mío y, claro está, todas aquellas que se puedan combinar con esas, o que tengan lo que llaman «concordancia» con ellas.

Una de las cosas más importantes que tiene este libro es que nos demuestra por qué es tan innecesaria la literatura de autoayuda y por qué es tan necesario la literatura sin adjetivos, sea infantil, juvenil o cualquiera de esos inventos que han surgido en los últimos tiempos. Este personaje nos da una clase magistral de cómo el egocentrismo -a veces muy necesario- nos aleja de las cosas, nuestra autosuficiencia no nos permite ver las cosas que son más importantes y que, aunque tengamos que ceder o dar un poco de nosotros mismos para convivir con los demás, podemos seguir conservando lo que debería ser más importante para nosotros mismos, es decir, nosotros mismos.

Adriana Prieto

AQUÍ LES TRANSCRIBO EL PRIMER CAPÍTULO PARA QUE LO DISFRUTEN:

Yo

¡Ay, cuánto me quiero! En realidad, para ser sincero, me amo. ¿Qué haría yo sin mí?
¡Qué suerte la mía, conocerme de toda la vida! Desde el día en que nací he estado conmigo. Prometo nunca dejarme solo. Me acompañaré siempre, donde sea que vaya.

Antes que yo naciera, mi mamá me tuvo dentro de ella durante nueve meses. ¡Qué afortunada! Fue la primera en conocerme. Desde entonces la he dejado ser mi mamá día y noche.

Ella y mi papá me quieren mucho. Les encuentro toda la razón, ya que soy adorable. Son personas muy inteligentes.

Mi papá lo pasa bien trabajando para comprar mi comida, mi ropa y mis juguetes. Si no fuera por mí, no tendría para qué ir a la oficina y se quedaría aburrido en la casa. Por eso me preocupo de comer toda mi comida aunque no me guste tanto, de ponerme mucha ropa aunque me dé calor y de jugar con todos mis juguetes al mismo tiempo. ¡Qué buen hijo soy! Reconozco que nos consiento demasiado, pero no puedo evitarlo, soy tan tierno.

El colegio me encanta. Yo sé que existen varios, pero no puedo estar yendo cada día a un colegio diferente. Me da tristeza por todos los niños que se quedan sin conocerme, pero yo sólo puedo ir al mío.

Mi profesora es entretenida y simpática y siempre me pone buenas notas. Ella también fue niña hace mucho tiempo. Me imagino cuántas cosas estudió en el colegio y después en la universidad. Y todo para enseñarme a mí. ¡Qué orgullosa debe estar!

Después de clases y los fines de semana, juego en mi cuarto o en mi jardín. Me subo a mi árbol y me siento sobre una de mis ramas. Es verdad que las ramas le salieron al árbol, pero son mías igual, porque están en mi jardín. O sea, en el jardín de mi casa… bueno, la casa es de mis papás, pero como yo soy de ellos, entonces también la casa es mía… y el jardín y también el árbol y por supuesto la rama. Lógico.

Sentado en mi rama ensayo mis discursos de agradecimiento, para cuando me entreguen todos mis premios, mis diplomas y mis medallas. «Gracias, gracias», digo. «Me doy gracias a mí mismo por mi apoyo. Todo me lo debo a mis propios méritos».

Otra cosa que hago es llamarme por teléfono, pero siempre suena ocupado. Seguramente es porque estoy haciendo cosas muy importantes, como por ejemplo, llamarme por teléfono.

Además, me escribo cartas y las escondo debajo de mi almohada. Siempre las descubro rápidamente. Ayer me escribí una carta sin ponerle mi firma. Soy tan astuto que reconocí mi letra y supe que era yo, así que me contesté. No sé si alguien más será capaz de responder cartas anónimas.

Cada noche, cuando me acuesto, rezo y le doy gracias a Dios por haberme hecho a mí junto conmigo. ¡Qué sabio el Él! Con razón es Dios. Hace todo bien.

Mientras duermo, me echo mucho de menos, pero ¡ay, qué alivio despertar en la mañana y volver a encontrarme!
 
 
Publicado originalmente: 23-06-2009. http://losmasperversos.blogspot.com

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