La fórmula de la felicidad. Mireya Tabuas
Quiero hacer una bomba. Lo confieso públicamente. Si me arrestan, lo diré ante los policías y lo repetiré ante el juez si es preciso. Quiero hacer una bomba, señores. Si quieren lo pongo por escrito. Hago mi testamento, que quede certificado ante la ley de la selva. No vayan a acusar a nadie más, yo soy el autor intelectual. Quiero hacer una bomba, sí señor. Pero no deseo que muera nadie. En realidad los quiero. A ambos. Sólo quiero hacer una bomba para que me d ejen tranquilo. No quiero más crisis en Ciudad Gótica. No quiero estar más en medio de la tercera guerra mundial. No quiero hacerme más … (pipí, qué pena) en la cama por eso. Ya tengo 9 años. Tengo que tomar las riendas de mi vida. Soy grande.
Quiero fabricar un arma para volverlos buenos. En realidad, no sé, eso hay que explicarlo mejor. Ellos son buenos, superbuenos, tienen trabajos importantes, les gusta comer sushi, compran galletas de las que me gustan, saben nadar, sólo que no se pueden juntar porque estallan. Quiero fabricar un arma para que sean pacíficos, para que saquen la banderita blanca y se saluden, como saludan a los vecinos aunque les caigan mal o a mis abuelos aunque a veces les fastidien porque siempre hablan del dolor de espalda. Un arma que no estalle, pero que los aleje. Que los calme. Que haga shhhhhhhhhhhh. No quiero una bomba nuclear. No quiero acabar con el mundo entero. Con las bombas nucleares se mueren los malos, eso sí y está muy bien porque uno podría acabar de una buena vez con el Guasón para que deje de fastidiar a Batman, pero también se mueren los niños y los perros chiguaguas y las señoras que venden chucherías en la avenida. Se morirían mis pericos y las vacas –no habría hamburguesas-, y eso sería muy malo porque no me ganaría los juguetes que vienen con las hamburguesas. Sólo sobrevivirían las cucarachas. A mí me da igual salvar a las cucarachas, uno no puede jugar con ellas porque le dicen a uno cochino. Claro, mi mamá me agradecería. Las odia. Ah, probablemente también sobreviviría mi bisabuela porque tiene casi 100 años y ella dice que es inmortal y yo le creo. Yo le pedí su secreto porque también quiero ser inmortal y saludar a mis tataranietos. Se lo dije la última vez que fui a verla a la casa ésa donde ella vive, donde guardan a los viejitos. Casi todos allí están chuecos. Menos mi bisabuela, porque ella es inmortal, ya lo dije. Ella me explicó, me dijo que era inmortal porque había vivido la guerra española y también porque después comió mucho jamón serrano. Yo como mucho jamón serrano. Y también sé de guerras. Así que puedo ser inmortal como ella. Yupi. Quiero ser inmortal cuando crezca.
Claro, con una bomba nuclear moriría de una vez por todas el coyote y dejaría tranquilo al correcaminos y eso es bueno para la salud de la naturaleza y para hacer fracasar el negocio de Acme. Pero insisto. No quiero acabar con el mundo. Es un bonito lugar. Por ejemplo están las cebras, rayadas, libres, vegetarianas, corriendo por la selva sin meterse con nadie. Me caen bien las cebras. Los seres humanos deberían venir así, a rayas. Están los helados de chocolate, preferiblemente con una cereza arriba, que preparamos en casa. Y también están los carritos que venden helado con su musiquita y está el abuelo Lelé que le compra a uno la barquilla más grande. Están los dientes blanquitos de Eloísa, la muchacha del tercer piso que ya está en bachillerato, y que me saluda en las mañanas aunque yo sólo esté en cuarto grado. Claro, están las clases de inglés de la ticher Jelen que le echan a perder a uno el amor por el planeta Tierra y sus alrededores, pero tampoco hay razones para acabar con la humanidad porque ella le ponga a uno 06 en los exámenes y lo dejen a uno castigado en el cuarto todo el fin de semana por eso. El mundo vale la pena. Claro que sí. Tengo a mi tortuga Arena, por ejemplo, que es la reencarnación de un pirata porque tiene un ojo sí y el otro no. Suerte que tiene Arena que carga su propia casa a cuestas y se encierra dentro de ella y no se entera de nada de lo que aquí pasa. Claro, ella no es inmortal. Mi bisabuela y yo sí.
Quiero crear una fórmula para evitar la guerra. Una bomba sólo frena-rabiosos. Que se queden como si estuviesen jugando a la ere paralizada pero sin que nadie les toque jamás. Paralizadas las bocas, eso es importante. Paralizadas las bocas. Quizás si uno junta miel y leche condensada y crema batida y todo lo mete en una pistola de agua y va y los inunda con esa mezcla, pase algo –aparte del castigo-. Algo muy dulce debería acabar con las batallas, porque las batallas son saladas, estoy seguro, porque se parecen a cuando uno llora, que también es salado. Entonces no habría guerra aquí. Y todo olería a torta recién salida del horno como cuando voy a casa de la abuela Tina. Ya sé, eso sonó como a fantasía de niñito de primer grado. A quien se va a ocurrir que el azúcar es tan poderoso, que acaba con el odio que sabe a remedio para la fiebre. Y a caca. Aunque nunca he probado la caca. Asco.
Una fórmula para que no se vean. Eso puede ser. Una goma de borrar gigante que borre a uno del mapa cuando aparezca el otro. Un muro alto como una montaña donde no puedan trepar. Una cárcel de ésas donde encierran a los criminales más buscados y les ponen la comida por debajo de la puerta -claro, una celda para cada uno-. Una jaula de zoológico y que haya público y los vea y les dé pena, o mejor una pecera, para que no puedan hablar. Sobre todo para eso, para que no hablen. Yo los iría a visitar, lo prometo. Les llevaría eso tan asqueroso que tanto les gusta: salsa inglesa, aguacate, pimientos picantes, ensalada de palmito. Eso sí, cero cigarrillos. Prohibido fumar.
O una fórmula para que huyan de mí. Para que no me metan en sus cosas. Podría llamarse la fórmula guácatela. Puedo comprar peo líquido en la casa de bromas y echármelo encima para que no aguanten el olor y salgan espantados. O regar sobre mí el bote de basura que está en la cocina y frotarme duro los pedazos de cebolla podrida o de huevo. O mejor dejo de bañarme. Más nunca. Eso sí me gusta. Dejo correr la regadera y espero afuera y listo. Comenzaré a oler. Así no querrán estar conmigo. Así no me halarán del brazo. Así no me preguntarán ni me pondrán a escoger. Claro, son tan torpes que se pueden confundir y echarme por el bajante del edificio con las sobras de la comida.
O una fórmula para la invisibilidad. A veces quisiera ser sordomudo. No oirlos, porque ya lo otro lo logré, ya ni hablo, así que en mudo sí me convertí, soy un mudo tan buenísimo que nadie se entera ni cuando me hago pipí encima (qué pena) ni cuando estoy llorando. Pero no quiero escucharlos. Inventaré unos tapaoidos especiales, que transformen los gritos en notas musicales. Y ya no pueda oirlos decir esas palabras que yo no puedo decir y que cuando José Alfredo las dijo en la clase, la maestra lo mandó a dirección. Esa palabra con c. que suena con rabia podría ser un do sostenido, esa palabra con p. que da como un golpe podría ser un si bemol. Porque ahora pasa que yo también ya las quiero decir a veces, y esas palabras se meten hasta en la clase de música y transformo la melodía en rabia y el profesor me llama malcriado. Pero claro, siempre me han gustado sus voces, bueno, la verdad es que entonces, cuando me gustaban, era chiquito y me dormía con cosas como esas, ya saben, las canciones de cuna, los cuentos, esas cosas que ya no escucho. Que no me hacen falta porque estoy muy grande. Creo.
Sólo quiero que ella deje de llorar y de culparlo. Sólo quiero que él deje de gritar y de acusarla. Que al menos hoy pueda soplar las velas y picar la torta de mi cumpleaños con ellos. Quiero que mi papá y mi mamá dejen de pelear por un día. Por un solo día.
Quiero inventar la fórmula de la felicidad.
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