Juego infantil


Desde pequeña conocí el poder de la palabra. Ella fue mi hermana, vecina, prima y amiga en muchas tardes de infancia. Sin explicación alguna un cuaderno roto y sucio y un lápiz mordido se convirtieron en los mejores  aliados de esas tardes de juego.
Las telenovelas me hicieron entender que en la vida habían historias que no eran impredecibles, que podían ser de otra manera, que algo las conducía, y ese “algo” era una persona mágica y encantadora que hacía de esos seres de la pantalla grande y enorme de mi sala, lo que quisiera. Así, mi cuaderno se convirtió en las múltiples y posibles resoluciones que tenían esas historias. Era un placer lograr que con mi lápiz esas personas de la tele hicieran lo contrario a lo esperado. Hicieran lo que yo quisiera. Así, jugaba con todos, no sólo con los personajes de las novelas, sino también con los miembros de mi familia; los entretejía en un gran cuento.
De todos los lugares de la casa el preferido era el cuarto de chécheres, ese era el lugar donde podía esconderme para que nadie viera  lo que hacía. Allí, habían abandonados y sucios dos libros, los dos únicos libros que teníamos en la casa: “Cuentos Completos” de Rómulo Gallegos y “Don Quijote de la Mancha” de Miguel de Cervantes. Recuerdo que la primera vez que escuché la historia del Quijote la contó mi hermana una noche que estábamos cenando, ella no lo recuerda –afortunadamente-, pero yo no la olvidé, y en medio de las arepas recién salidas del horno experimenté una sensación extraña, una tristeza inusual, no fui la única, todos estábamos extrañados, todos estábamos trastocados. Sé que mi mamá compró ese libro y mi hermana nunca lo leyó pero sabía la historia porque su maestra se la había contado y ella tuvo la necesidad de contarla en esa hora donde se hablaban las cosas importantes, la única hora en la que mamá estaba en casa. Cuando comencé a leer los “cuentos completos” soñaba con paredes ensangrentadas y relojes que me acorralaban, no sé si esos sueños tenían que ver con los cuentos, pero es el único recuerdo que me acompaña desde entonces. Entonces allí, en ese cuarto, iba a leer y a fastidiar a mis primos en esas líneas de azul claro que sólo yo podía hacer. Era un juego que me encantaba. Yo mandaba, y para la niña más pequeña de la casa “mandar” no era una cosa que se podía hacer con mucha frecuencia.  Por eso, cuando mamá me comenzó a traer las maquetas que dejaban los estudiantes de arquitectura para que jugara, fui feliz. Tenía calles, plazas, casas, edificios y ciudades enteras para mí y para mis historias. Esas miniaturas hacían de mí una persona grande y poderosa, una diosa del juego, la mejor, nadie podía decir ni hacer nada que yo no quisiera. Era perfecto. Así inventaba historias, tenía espacios enormes para mí y todo lo que hacía era crear en medio de esas tardes de silencio y soledad. Mi infancia fue perfecta. Hasta que un día comencé a pensar que yo era parte de ese juego, que había un ser poderoso que controlaba mis movimientos y mis palabras, alguien que escribía mi historia y la de los otros, a partir de allí ya no me gustaba jugar, y de repente volví a la historia impredecible. El juego llegó a su fin.                                       

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