Al fondo de la imagen está el poema



Mi madre envió una fotografía de nuestra casa. A petición de mi hija ha puesto todos los juguetes en un solo lugar y los ha fotografiado. La abuela, contenta siempre de ser útil, asume la tarea y nos envía la imagen.

Mi hija describe maravillada lo que ve: detalla cada muñeca, cada lego, cada pelota, cada regalito de navidad, de cumpleaños. Poco a poco va armando en su memoria esos lugares de la casa en los que jugó, va recordando quién se los regaló y con quién los compartió. Es una realidad que no existe más allá de aquella imagen enviada por la abuela. Sin embargo, me hace feliz que ella pueda recordar esos detalles de su vida, como si fuese otra dimensión, como si ella tuviera existencia y sentido también en otro lugar.  

Yo me detengo, como siempre, a observar el fondo, busco sin saber por qué los detalles: la pared agrietada, el fragmento del piso manchado, el peldaño donde me sentaba a descansar de la faena, a pasar el calor, a mirar por la ventana. No me interesan para nada los objetos importantes, esos que costaron tanto trabajo adquirir y que se supone nos daban cierta tranquilidad. Siempre miro lo de atrás, lo del fondo habla un poco más de mí, de nosotros: de cuando nos movíamos, de cuando nos tropezábamos, de cuando bailábamos y cantábamos. Al fondo de la imagen está la historia.

Mi madre, con su parsimonia, ha dispuesto todo para la futura imagen: un escritorio, unas muñecas en fila, las más pequeñas delante, con algunos juguetes diversos en el peldaño inferior. La imagen es sólo lo requerido: los juguetes dispuestos en ese lugar. Mi hija embelesada los mira y, yo veo esta vez al fondo, un trozo de papel pegado en la pared. Dentro de la imagen sólo está un pequeño pedazo, una esquina, una palabra. La palabra “basta”.  Sólo leerla me da miedo, nostalgia, tristeza.  

En ese papel marrón hay un poema, un poema que escribí con marcador azul, un día en medio de la desesperación, lo escribí como una forma de pedir ayuda, como una forma de buscar consuelo, como una forma de tener algo físico, ahí, al lado de mi cama que me tranquilizara. Lo leí incontables veces y mirarlo me hacía saber que estaba en casa, que estaba protegida.

Nunca tuve un amuleto de la suerte, una estampita, nunca tuve un objeto mágico que me protegiera, que me aferrara a la convicción de que las cosas estarían bien. Además, nunca lo necesité. Me bastaba sola.

Ahora no, ahora escribo cosas y pego papelitos por todos lados. Confío en las palabras que me sostienen y las busco al fondo de las fotografías.

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